La prueba del susurro

Crecí sabiendo que era diferente, y no me gustaba eso. Nací con el paladar hendido, y cuando comencé la escuela, mis compañeros de clase me hicieron saber con claridad cómo lucía ante otros: como una niña con un labio deformado, una nariz torcida, dientes disparejos y habla confusa.

Cuando mis compañeros de clase me preguntaban: «¿Qué te pasó en los labios?», yo respondía que un pedazo de vidrio cortó mis labios en una caída. Yo pensaba que era más aceptable haber sufrido un accidente que haber nacido siendo diferente.

Me convencí de que nadie fuera de mi familia podía quererme. Sin embargo, había una maestra que todos nosotros queríamos: la maestra Leonard. Ella era una mujer baja, un poco gordita, feliz y llena de vida. Anualmente, nosotros teníamos una prueba de audición. Yo casi no podía escuchar; pero cuando había dado la prueba en años pasados, me di cuenta de que, si no ponía mi mano tan cerca de mi oído como se me decía que lo haga, podía pasar la prueba.

La maestra Leonard tomó la prueba a todos en la clase, y finalmente llegó mi turno. Yo sabía que mientras poníamos atención y nos acercábamos a la puerta, cubriendo una parte de nuestro oído, la maestra susurraría algo que nosotros debíamos repetirlo (cosas como: «El cielo es azul», o: «¿Tienes zapatos nuevos?»).

Yo esperé allí hasta que escuché las cinco palabras que cambiaron mi vida. La maestra Leonard dijo: «Desearía que fueras mi hijita».

—Mary Ann Bird, en La prueba del susurro [The whisper test].